En algún cruce personal entre los 40 y los 50 años, cada persona descubre la acechanza de la vejez en el espejo. O peor: en la mirada de los otros. Y sabe que "todo el pesar del tiempo me va a caer sobre la cara", como retrató la genialidad poética del cubano Eliseo Diego.
Desde otro saber, sin poesía y sin magia, investigadores científicos precisan y cuantifican el derrumbe con gráficos que dibujan un pozo depresivo en la edad media de la vida, que poco tiene de jurásica, aunque muchos crean y sientan lo contrario.
Un estudio multicéntrico realizado por investigadores de las universidades de Columbia, Princeton y Stony Brook halló que un 35% de las 340.000 personas estudiadas reportó altos niveles de preocupación en su edad mediana, cuando también tuvieron picos altos el estrés, el enojo y la tristeza.
Su autor principal, el psicólogo Arthur Stone, con sinceridad confiesa a La Nacion no saber por qué los ánimos se deprimen en la década de los 40, pero arriesga una línea de análisis: las peores emociones se asocian con la vida laboral y en esos años el foco aún está centrado en los logros profesionales.
Claro que también está la casa desbordante y desbordada por los hijos adolescentes, la fase en que los propios padres también necesitan ayuda, y la experiencia laboral no siempre valorada por las nuevas generaciones tecnologizadas que empujan como un tsunami.
Y está el chequeo anual que dispara un déficit nuevo por año. Y está el espejo.
"La edad media de la vida no es un tema cronológico sino una respuesta psíquica a la percepción del envejecimiento corporal, que cancela la fantasía de la eterna juventud", define el psicoanalista Guillermo Julio Montero, presidente de la Fundación Travesía para el estudio de la mediana edad.
Cirugías y otras negaciones
En este nivel, una primera respuesta es la negación, que aparece bajo la compulsión por las cirugías estéticas, especialmente en las mujeres, y la autoadministración de medicamentos estilo sildenafil en los hombres, en un intento por borrar la inevitable disminución de la potencia sexual.
Pero en un nivel más profundo, detrás de este duelo por la pérdida de un cuerpo o una potencia que tal vez nunca se tuvieron, lo que asoma es la sombra de la mismísima muerte.
"La vivencia de la propia muerte como desenlace final de la vida opera psíquicamente como una presencia permanente y una amenaza crónica", agrega Montero y afirma que el gran proceso que cada uno debe enfrentar cuando las canas y las arrugas se anuncian es "tramitar el trauma por la propia muerte futura".
Concepto seguramente metafórico en tanto se propone elaborar anticipadamente un trauma que no aconteció, pero que filósofos de todos los tiempos han tratado de articular y que el existencialismo sintetizó poéticamente como "el ser para la muerte".
A Ketty Fink, la realidad la golpeó con una pérdida real que amplificó su proceso de duelo:
"Tras la muerte de mi marido cuando tenía 46 años tuve que construir otra vida y resurgir de las cenizas porque quedé rota. Y aprendí que después de un incendio vuelve a crecer la plantita".
Ocho años más tarde se siente cómodamente instalada sobre las coordenadas del equilibrio y la valoración del presente, disfrutando su rol de abuela.
"Hoy sé que todo es ahora. Aprendí a elegir a la gente con quien quiero estar, a hacer cosas que siempre había postergado, a preservarme de la negatividad y a buscarle la vuelta para construir con energía positiva."
Uno de los procesamientos más difíciles pero trascendentes es, justamente, desarrollar tolerancia frente a la incertidumbre de vivir.
Si se logra tramitar ese límite -roca viva de la existencia- la curva depresiva empieza a ceder como tendencia global en los cuadros estadísticos coincidentes de distintas investigaciones y los cincuenta emergen con una perspectiva existencial más sabia y optimista.
Tesy de Biase
Para LA NACION
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