Evolución de la mente: limpiando la navaja



La teoría de la mente como una suerte de navaja suiza con múltiples mecanismos cognitivos que evolucionaron por separado parece haber surgido de una idea demasiado simplificada y hasta enrarecida de la teoría darwiniana. Algunos señalan su carácter dogmático, otros buscan salvar partes; para otros, es posible aggiornarla.


¿Evolutiva o evolucionista? 
Si bien el término evolutionary psicology (abreviado EP), aplicado a la corriente que hizo escuela en la década de 1980 en la Universidad de California en Santa Bárbara, suele ser traducido como psicología evolutiva, esto puede prestarse a confusión. 
La rama de la psicología que estudia las etapas del de-sarrollo, el crecimiento y el aprendizaje humanos no tiene mucho que ver con esta otra de la que hablaremos, cuyo objetivo manifiesto sería estudiar la conducta –y su órgano determinante, el cerebro– desde una perspectiva darwiniana. 
Por eso algunos prefieren llamarla psicología evolucionista a fin de separar las aguas.
Entre los teóricos principales de la EP están Leda Cosmides y John Tooby, y en su ideario resuenan con fuerza los nombres de autores de best-sellers como Richard Dawkins y Steven Pinker (una de las 100 personas más influyentes del mundo, según la revista Time), con su consabida máxima de que un ser vivo no es más que una máquina al servicio de la reproducción de patrones genéticos. 
Ese modelo goza de mucha vigencia dentro de cierto sentido común, aunque en gran parte del ámbito científico ha sido cuestionado prácticamente desde su inicio. 
Para éstos, ni siquiera el apelativo “evolucionista” hace honor a la verdad cuando se habla de la EP.
En un artículo que acaba de ser publicado en la revista científica online PLOS Biology –titulado “Darwin en la mente: nuevas oportunidades para la EP”–, dos escoceses (un biólogo y un psicólogo), un filósofo norteamericano y un biólogo holandés proponen una suerte de refundación de esa disciplina para la cual, según sostienen, será menester revisar sus fundamentos.
Uno de estos principios es el que sostiene que nuestros cráneos albergan un cerebro de la Edad de Piedra, porque es resultado de las estrategias adaptativas que nuestros antepasados en el Pleistoceno debieron implementar para crecer y multiplicarse en la sabana africana. 
Los 50 mil años que vinieron después no habrían sido suficientes para que se modifique sustancialmente aquella programación. 
Programación sin comillas, porque si el ADN es información, es un programa, y dentro de esta perspectiva los fenómenos cognitivos son conductas programadas, entonces por propiedad transitiva la conducta humana es un set de respuestas corporales fijado por los genes. 
Como toda la historia filogenética posterior no llegó a imprimir cambios genéticos en el cerebro, dice la “línea dura” de la EP, la “naturaleza humana” es, desde la Edad de Piedra, una sola, fija y universal.
Otro concepto clave es el de modularidad masiva, que sostiene que cada una de las conductas adaptativas o programas adquiridos por la especie (visión, audición, pensamiento, lenguaje, acceso a la memoria) ha evolucionado de manera relativamente autónoma. 
Es el modelo de la “navaja suiza” con diferentes herramientas, que representa al cerebro humano como un conjunto de varias mentes superpuestas. 
En realidad, este modelo fue prefigurado por Jerry Fodor y su desarrollo se diversificó independientemente de la escuela de Santa Bárbara, y hoy cuenta con varias versiones.
Laland, Brown, Richardson y Bolhuis –así se llaman los autores del artículo aparecido en PLOS Biology– aseguran que demasiada agua corrió bajo el puente desde la década de 1980 como para que una visión evolucionista del desarrollo mental siga sostenida en esos pilares: nuevos hallazgos arqueológicos, la secuenciación del genoma humano, el descubrimiento de la plasticidad neuronal (que hace al cerebro mucho más versátil de lo que la relativa estabilidad de la herencia genética permitiría suponer) y de los fenómenos epigenéticos, que empiezan a dar cuenta de cómo el ambiente regula la vida de los genes, su actividad o silenciamiento, y los procesos de transcripción.
La propuesta parece querer retomar el legado bajo premisas actualizadas, que no dejen de lado incluso la presión selectiva de la cultura y la complejidad añadida por la vida social. No dejan de advertir que la obsesión por explicar cada mecanismo cognitivo en función sólo de la adaptación de nuestros ancestros a su contexto primigenio tiende a sacralizar un cuerpo de hipótesis imposibles de contrastar empíricamente, y acerca peligrosamente la EP a la idea de que existe una finalidad en la naturaleza, cuando la esencia de la revolución darwiniana consistió precisamente en dejar en claro que no hay ni puede haber tal finalidad rigiendo el proceso evolutivo. 
Todo finalismo en este sentido corre por nuestra cuenta. 
Atendiendo a los cómo y por qué más que al para qué, indican, hasta puede analizarse la historia evolutiva de nuevas habilidades cognitivas, establecer hipótesis más precisas y contrastarlas.
Por otra parte, parece improbable que las funciones del cerebro hayan evolucionado separadamente, porque todo el tiempo interactúan y requieren unas de otras. 
El investigador Juan Manuel Argüelles, paleontólogo mexicano de la UNAM que visitó la Argentina en ocasión del último Congreso Iberoamericano de Filosofía de la Ciencia, consideró que el núcleo duro de concepciones como la de Cosmides y Tooby se mantuvo vigente porque “satisface las expectativas ideológicas de una serie de gente”, pero que el concepto de modularidad masiva de la mente puede perfectamente ser rescatado para un conocimiento de la psiquis humana a la luz de la Teoría de la Evolución, sin tener que adscribir por ello a la religión de la “adaptación al medio” como fin supremo de la existencia. 
Todo esto, aclaró, siempre y cuando se tome en cuenta esa modularidad masiva como una entre varias posibilidades en el menú de recursos para la evolución de la vida.
Por Marcelo Rodríguez
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