martes, 17 de febrero de 2009

Nuevos estudios iluminan los senderos cerebrales de la envidia


Neurociencias / Trabajo en science
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Investigaciones con neuroimágenes muestran que activa áreas vinculadas con el dolor
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Lujuria, glotonería, pereza:
la mayoría de los vicios humanos son muy, muy tentadores.
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Pero uno de ellos, sin embargo, resulta tan doloroso que uno podría pensar que es una virtud, aun cuando no haya ninguna recompensa al final: la envidia.
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Ubicado en el sexto puesto en la tradicional lista de los siete pecados capitales, justo entre la ira y la vanidad, la envidia es el profundo y habitualmente hostil rencor que uno siente hacia alguien que tiene algo que uno quiere, como la riqueza, la belleza o la admiración de sus pares.
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Es un vicio que pocos pueden evitar y que nadie desea, porque experimentar la envidia es sentirse pequeño e inferior, un perdedor atrapado en la maldad.
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"La envidia es corrosiva y es fea, y puede arruinar tu vida -dice Richard H. Smith, profesor de psicología de la Universidad de Kentucky, que ha escrito sobre el tema-.
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Si usted es una persona envidiosa, le costará mucho apreciar lo bueno, porque estará demasiado preocupado en cómo se reflejan en su yo."
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Ahora, los investigadores están comenzando a comprender los circuitos neurales y evolutivos de la envidia y por qué puede llegar a ser sentida como una enfermedad corporal.
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Incluso están siguiendo los senderos de la sensación que en alemán se llama S chadenfreude:
ese placer que se siente cuando la persona a la que uno envidia se derrumba.
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En un trabajo cuyos resultados acaba de publicar Science, investigadores del Instituto de Ciencias Radiológicas de Japón describen las imágenes cerebrales de sujetos a los que se les pidió que se imaginaran a sí mismos como protagonistas de dramas sociales con otros personajes de mayor o menor estatus o éxito.
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Cuando se los confrontaba con personajes que los participantes admitían que envidiaban, las regiones cerebrales involucradas en el registro del dolor físico se activaban: cuanto más profunda era la envidia, más vigorosamente se activaban los centros de dolor del córtex cingulado anterior dorsal y otras áreas cerebrales relacionadas.
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Por el contrario, cuando a los sujetos se les daba la oportunidad de imaginar que el sujeto envidiado caía en la ruina, se activaban los circuitos de recompensa del cerebro, también en forma proporcional a qué tan grande era la envidia: aquellos que sintieron la mayor envidia reaccionaron a la noticia de la desgracia ajena con una respuesta comparativamente más activa en los centros dopaminérgicos del placer del cuerpo estriado del cerebro.
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"Tenemos un dicho en japonés:
«Las desgracias de los otros saben a miel» -dice Hidehiko Takahashi, el principal autor del estudio-.
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El cuerpo estriado es el que está procesando esa «miel»."
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Matthew D. Lieberman, del Departamento de Psicología de la Universidad de California en Los Angeles, afirma que se sintió impresionado por cómo los correlatos neurales de la envidia y del S chadenfreude estaban ligados, de tal forma que la magnitud de uno anticipa la fortaleza del otro.
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"Es la forma en que funcionan otros sistemas que procesan necesidades como el hambre o la sed -dice-.
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Cuanto más hambriento o sediento uno esté, más placentero será comer o beber."
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Como regla, envidiamos a aquellos que son como nosotros -del mismo sexo, edad, clase y currículum vitae-.
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Los alfareros envidian a los alfareros, observó Aristóteles.
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Para los científicos evolucionistas, las principales características de la envidia (su persistencia y universalidad, su fijación con el estatus social y el hecho de que cohabite con la vergüenza) sugieren que cumple un profundo rol social.
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Proponen que nuestros impulsos de envidia pueden ayudar a explicar por qué los humanos somos comparativamente menos jerárquicos que muchas otras especies de primates, más propensos al igualitarismo y a rebelarnos contra reyes y tiranos.
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La envidia quizá también nos ayude a mantenernos en línea, haciendo que nos desesperemos tanto por vernos bien que comenzamos a actuar en forma correcta.
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Según varios científicos, estos resultados son preliminares.
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Pero si la envidia es un impuesto establecido por la civilización, es uno que todos debemos pagar.
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Natalie Angier
The New york times
NUEVA YORK
La Nacion

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